Por: F. Stewart
Para ninguno de los que llegan a leer estas líneas podría pasar desapercibido el que nuestro país se encuentra presenciando días en los cuales algunas de las instituciones más significativas del estructurante orden republicano son escenarios donde la corrupción preocupantemente denota tener más que un incipiente afán predatorio, instalándose la sensación de que aquellas funcionan apenas en la medida de lo posible o para quienes es posible gracias a esta espurea simbiosis.
Se suma a ello
el notorio aumento de las señales de individuación de las personas,
traduciéndose esto en la primacía de los proyectos individuales por sobre los
colectivos, en el reinado de las inquietudes relativas a los intereses particulares
por sobre los problemas públicos referentes a valores colectivos.
Los esquemas
tradicionales en los cuales hemos interactuado desde la recuperación de la
democracia, sufren una crisis paradigmática, como diría Thomas Kuhn, develando
poca empatía y capacidad para responder las viejas y nuevas demandas, de las
cuales los hechos señalados son gotas que provocan el rebalse.
Por fortuna, a
la apatía ociosa y al malestar informe que pudieran haber sido consecuencias de
lo anterior, por demás de lamentables efectos, habiendo catalizado la incerteza
el empuje de fenómenos colectivos modernos, refundadores de la idea proyecto país, ha
sobrevenido una actitud más bien proactiva y consciente en la cual se hace
relevante la problemática de construir una nueva ordenación institucional, en
la que valores comunes consensuados y reformulados, no solo se hagan explícitos
sino que sean ellos plenamente garantizados en su supremacía, por normas de
convivencia dignificadoras del sentido de lo humano, en su vivir y convivir.
Así, se percibe, las demandas ciudadanas – con énfasis y enunciados diversos – concuerdan de modo general en que nuestra sociedad debe allanar caminos para a lo menos una reflexión respecto a la necesidad de establecer un nuevo pacto social, como mecanismo que reconfigure la cohesión ciudadana y la solidaridad social, de tal manera que, al contrario de lo que hoy se registra, el Estado y sus organismos no se desvinculen de la biografía de sus ciudadanos o viceversa.
En general, la
teoría política concuerda con matices y acentos diversos en que un pacto o
contrato social como constructo, implica un acto deliberativo y fundacional que
hace que un grupo de personas pase a constituirse en una colectividad
socialmente reunida, conformando y aceptando un poder político del cual se
entienden formar parte. [1]
En términos axiológicos,
el pacto social se constituye como un conjunto de valores sociales, jurídicos y
políticos que desde el pueblo emanan hacia el Estado, sus organismos y agentes,
los cuales de ese pueblo son representantes y ante ellos responsables. Implica acuerdos
societariamente concordados y convenidos, por lo cual su legitimidad queda
definida básicamente más por el proceso que los instituye que por su contenido
mismo, teniendo en cuenta los actores congregados, la amplitud de los intereses
representados, los mecanismos de mediar conflictos y las herramientas para
alcanzar acuerdos. En tal sentido, no es indiferente desde el punto de vista de
su aceptabilidad social y recepción cultural, el mecanismo de formación de este
contrato [2].
Es por ello que la actual discusión
respecto a si este modus operandi se plasma en una Asamblea Constituyente (como se aprecia en el
imaginario social) o en un Proceso Constituyente (como se observa en la agenda
oficial), implica una diferencia conceptual sutil para el discurso pero con un
fondo de extremada consecuencia.
En la esencia de
todo pacto social está que todos los actores sociales cumplan un llamado
imperativo: sincerar, exponer y someter a la crítica reflexiva intersubjetiva,
todos y cada uno de sus intereses particulares, con sus respectivos
fundamentos, de modo tal que el espacio público atestigüe un amplio debate
social, abierto, transparente (apartado por
demás de la soterrada intencionalidad del lobbismo), en el cual el más amplio
espectro de agentes societales, individuales y colectivos, puedan finalmente
establecer un diálogo horizontal, sin prebendas ni torceduras.
En tal sentido,
la institución política, primera llamada a recoger y tramitar sin dilaciones el
sentir del pueblo que le ha conferido el poder, misma que paradojalmente ha ido
perdiendo su autoridad vinculante, crisis de representatividad mediante, debe
consentir que en esta época globalizada y multicultural, escapan a su ámbito de
competencia y al rol que pretenden reclamar, muchas de las expresiones que
contienen las alternativas al paradigma imperante (otra vez acudimos a Kuhn) y
recorren caminos que al político tradicional no les son conocidos o cuando
menos cómodos o convenientes.
En este aspecto,
una de las diferencias notables con los pactos sociales de antaño: la
representación de creencias, valores y otras manifestaciones de la culturalidad
humana, aquel maravilloso complejo de modos que dan identidad, pertenencia y
trascendencia, no logra ser cubierta a través de las instancias políticas
tradicionales.
Es época de las
modernas formas de participación y representatividad que intentan, como el ser que
nace, abrirse paso a la Asamblea y con su subjetividad vital ganarle espacio a
la naturalizada expresión de un orden de cosas en que las reformas parecieran
gatopardas y cuando no lo son, para mala fortuna, quedan rezagadas ante la
mediatización de las malas prácticas que copan la tematización de los medios de comunicación, más
por espectacularidad e incluso faranduralización, que por magnitud positiva,
hay que decirlo.
Otro elemento de
suyo novedoso, relevante y distintivo en estos pactos sociales modernos,
especialmente en nuestro contexto, es la necesidad de reconfigurar un Estado
que, en palabras de Luigi Ferrajoli, “se presenta débil frente a los poderes
económicos (u otros fácticos, añadimos) y fuerte en
relación a los débiles y marginados” [3],
situación que ocuparía importante lugar en la génesis de la desconfianza que
amplios sectores ciudadanos pueden manifestar hacia la intencionalidad cierta en
cuanto a la gestación de este renovado acuerdo de convivencia social.
Lo anterior
marca de manera patente el que el consenso social que dé forma al pacto de reemplazo, debe contener no
solo la dimensión política, como antaño se disponía, sino que es menester
además incorporar a la tabla tanto la arista económica (más allá de las
condiciones en las cuales el crecimiento genere a la vez equidad social y
desarrollo humano, o derechamente, las vinculaciones admisibles entre política
y poder económico), como las subjetividades que modelan las identidades
valóricas diversas del conjunto social.
Con todo, el problema principal pareciera ser no el recabar la opinión generalizada que implora la necesidad de emprender el camino constituyente, sino que lo crucial se encuentra radicado en la definición de los objetivos, los contenidos básicos y las orientaciones valóricas esenciales, sin entrar todavía en las estrategias y modalidades puntuales que logren garantizar lo expresado. [4] Respecto a ello, apreciamos algunas orientaciones respecto a los valores cardinales que debieran inspirar fundacionalmente este nuevo pacto, quedando eso sí siempre la duda planteada, al igual que la del huevo o la gallina, respecto a si el cambio social debe anteceder al cambio institucional o viceversa.
Estos preceptos
se identifican con los del Humanismo Laico, los cuales quizás pudiéramos
resumir en cinco postulados: 1. Concepción Antropocéntrica, 2. Humanismo Científico, 3. Actitud Meliorista, 4. Eclecticismo y, 5. Aspiración a una Moral Universal. [5]
En base a lo
anterior, pensamos, una Ética de Principios Compartidos podría ser la fuente
material que diera legitimidad y autoridad a este nuevo pacto el cual, capaz de
recoger las trasformaciones culturales y sociales, se transforme
definitivamente en la guía de un país equitativo de hombres justos.
En nosotros está
promover que la justicia y la dicha humana sean bases de la convivencia social.
Estamos ad portas de un proceso en el cual los hechos funestos que todos lamentamos
han sido vitales para abrir un espacio de infinita potencialidad para instalar una
consigna de cambio y esperanza en el diario vivir de nuestros congéneres.
Seamos portadores de condiciones y contenidos para que este acuerdo social que
pareciera ser inminente, sepulte por siempre los vicios que corroen el
desarrollo integral del ser humano.
Que lo extraño
en lo normal sea siempre causa de asombro y que la conciencia de nuestras
obligaciones para con el prójimo nos haga sujetos éticamente responsables,
encarando los desafíos que la tierra en la que vivimos y convivimos nos depara
para que el pacto social que se avecine lleve la firma indeleble de los principios
de una sociedad humanista y universal.
[1] CARRASCO, E. (2011), “La idea de pacto social en Chile. Hacia los albores de un pacto y de una nueva Constitución”, CISMA, Revista del Centro Telúrico de Investigaciones Teóricas. N º 1. 2º semestre. 1-44.